lunes, 2 de octubre de 2017

Vecina del 403






Soy un cobarde. Por todo lo que digo y por qué no he matado aun a la canosa vecina del segundo izquierdo. La primera vez que la vi, trato de convencerme de que yo era torero. Mucho más fácil de capa que de muleta. Mi traje preferido: el celeste y el oro. Hablo de mi alternativa en Madrid y me pidió que me cortara un dedo. Al día siguiente el dedo me dolía y la sangre coagulo despacio. Hubo sombras, sonaron violines, llovió, apenas recuerdo los relojes. No me sentí cansado entonces.

Nuestro segundo encuentro fue en el ascensor un jueves al volver del colegio. Yo iba despeinado. Esta vez no me hablo. Lo de cortarme el segundo dedo, fue una sugerencia tan sutil que apenas me ofendió. Lo hice convencido de que esta era la última vez, pero de todas maneras era imposible negarse. Afile las cuchillas de diversos tamaños, escogí una hora prcisa y creí que todos los relojes la pronunciarían con dolor respetuoso, sin hastió, cómplices voluntarios.
-¿Fue así? (me preguntaron mis amigos en la mañana siguiente)
-”por supuesto”
Y ya no se hablo más del asunto. Todos lo olvidaron.

Poco después me entere que ella tenía en su casa todas las flores del mundo, con la intención de verlas secarse lentamente, y las regaba lo justo para engañarlas.

En el tercer encuentro, ella iba cargada de gladiolas, gardenias, claveles, petunias, violetas, y hablo del amor. “posesión” dijo. “obcecación” entendí. Luego se aclaro todo. Cogio una flor al azar y la amo en mi presencia. Todos los pétalos quedaron destruidos. En el pequeño campo de batalla quedo, silencioso y ridículo, mi tercer dedo cortado hábilmente gracias a la experiencia adquirida con los dos anteriores.

Desde entonces el oído fue fácil. Destruí hormigueros muy complejos y guaridas subterráneas de hombres que se esconden para huir de sus hermanos.

En esa época huía de ella por todos los medios a mi alcance. Estaba convencido de que era preciso no volver a verla, que debía evitar la destrucción de los dedos que me quedaban. Comprendía que las manos tienen una evidente utilidad, que irremediablemente un dedo menos es una oportunidad menos de apretar un gatillo y morderse una uña. Para no encontrarme con ella entraba y salía de mi casa, por las ventanas, me disfrazaba, hablaba bajo, me negaba rotundamente a pactar con las cucarachas y me ponía guantes. Los demás vecinos decían que ella no existía.

A las dos de la tarde se presento en mi piso con utensilios diversos que servían para todo. Me los ofreció amablemente y me explico su funcionamiento. En un mismo tubo de ensayo se conseguían alternativamente licor de cerezas y venenos azules. Me mostró paraguas contra la lluvia radioactiva, reproduciciones en cualquier tamaño del quijote, artefactos para producir el silencio, mapas del purgatorio y un dispositivo ingenioso para destruir cualquier civilización. Amputarme el cuarto dedo fue sencillísimo, considerando sus enseñanzas y la perfección técnica de los múltiples objetos subministrados.

“Es evidente, me domina”. “no existe”. ¿”Como que no existe”? ¿”Y mis dedos”? “no existe”. “nunca existió”.

Así fue y así seguirá siendo porque no me atraeré a matarla, no podría, aunque eso será discutible

Me he enterado de que sigue usando el ascensor y el buzón de las cartas. Se que pasea sus flores y sus perritos gemelos; y la oigo respirar desde mi habitación. La oigo preparar el te, deslizarse sobre las alfombras. La oigo susurrando canciones de todas las épocas, imitando con su garganta el ruido de la lluvia y el de los frenazos de los automóviles. Se que viaja. Se que no se mueve de su butaca. Se que a pesar de todo vive sola. Sus deseos son líquidos y gotean sin derramarse. Se que volveré a encontrarla y que no quiero perder mas dedos. No podré huir, ella conoce todas las ciudades, ha estado en todas las esquinas, ha leído todos los libros que se han escrito, y conoce su mentira. Dice que no existe. Recuerdo perfectamente las arrugas de su cuello, su perfecta insolencia, sus labios un poco pintados, su nariz, su hastío. Los periódicos dicen que no existe. Recuerdo su perfume cuando la oigo toser débilmente. Recuerdo su sonrisa neutra y mi despertador que suena cuando ella quiere. Ahora esta cantando.
Pronto bostezara, moverá los picaportes para entrar en habitaciones que solo ella conoce y a las ocho tomara su helado con nueces. Mis vecinos dicen que no existe; pero a todos les faltan cuatro dedos, a todos.

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